Un demasiado breve reencuentro en esta fría noche en el puerto de Barcelona, me deja al pie de la escala del barco que me conducirá a Roma, precedido por el primero de los muchos grupos escolares en viaje de estudios que me encontraré en los ṕróximos días, curiosa paradoja.
Sin sentir esta vez la fuerza del mar contra el timón, sí que el lugar me evoca nuevamente un mitólogico paso propio de Ulises, al que imagino cruzándolo con un mar embravecido y cielo de sirenas.
Absorto con la vista en el horizonte, unas gafas de sol con capucha me bajan de la nube a otro espectáculo más mundano a este lado de la barandilla, y es que la cubierta principal del buque se ha convertido en una pasarela de pavoneo de adolescentes españoles e italianos, reforzados por nuevos grupos tras la escala, esclavos de Steve Jobs y de Adidas vintage, todo lo cual contemplo con risa contenida agradeciendo la amenización del viaje.
Costará llegar más de lo previsto, unas 22 horas en total, probablemente debido a la mala mar que hubo durante la noche y que hizo que mis sueños naufragaran unas cuantas veces mientras me bamboleaba sin desearlo en mi litera. Atracados en puerto la salida del barco no podrá ser menos romántica, y en forma de tropa descompuesta saldremos los muchos pasajeros en sucesivos taponamientos-¿dónde estaba toda esta gente durante la travesía?- primero por las escaleras y después por la bodega, entre coches y camiones.
Es tarde y todavía tengo que coger un tren a Roma y llegar al hostal reservado, por lo que me apresuro. En balde. Por apenas segundos pierdo el tren pero gano el primer encuentro del viaje, Federico, este agradable argentino de Tucumán, otra cosa, y al que le sucedió lo mismo. Con él compartiré esa primera cena de estación y la espera del próximo tren, que lo había, pero sobre todo esa agradable sensación de que ha hay alguien más como yo, a mi edad, o casi, haciendo otro viaje iniciático, que me cuenta, y del que ahora también yo soy parte, al menos hasta Roma.
Ché, qué bueno que viniste.
Es tarde y todavía tengo que coger un tren a Roma y llegar al hostal reservado, por lo que me apresuro. En balde. Por apenas segundos pierdo el tren pero gano el primer encuentro del viaje, Federico, este agradable argentino de Tucumán, otra cosa, y al que le sucedió lo mismo. Con él compartiré esa primera cena de estación y la espera del próximo tren, que lo había, pero sobre todo esa agradable sensación de que ha hay alguien más como yo, a mi edad, o casi, haciendo otro viaje iniciático, que me cuenta, y del que ahora también yo soy parte, al menos hasta Roma.
Ché, qué bueno que viniste.