Visiones de un viaje sin destino ni final, rumbo Este tierra y mar, un mundo por conocer. Un buen día salí desde Madrid, y de momento sigo andando, hasta donde llegue...



miércoles, 31 de agosto de 2016

XLVII. Agua eterna

Por primera vez en muchos meses vuelvo a sentirme sólo. El lugar es de una belleza brutal, sublime, y me apabulla. Ni siquiera ese grupo de jóvenes apelotonados haciéndose un selfie colectivo logra que mi mirada se desvíe, fija e hipnotizada ante tamaño espectáculo. No puede haber lugar más hermoso, más perfecto en su desorden caótico y natural, y no se me ocurre nada más que llorar. Hoy sí quisiera poder compartir esta visión con tanta gente tan lejana de aquí, y sobre todo con ellos, que me llevaron de la mano y me enseñaron a viajar, y que probablemente ya nunca lo verán. Y siento que esto se acaba, que hasta aquí llegué y que ya no puede haber mucho más, y ya no me importa, el agua cae a toneladas con una violencia que no tuvo principio ni final. He llegado a Iguazú.




Tanto tiempo olvidado, el calendario vuelve a ser hoy de consulta diaria e imprescindible, y me hace sentir un lastre sobre las alas que durante los últimos meses volaran libres y sin conciencia de adónde se dirigían. Pero hoy ya no es así, y encaro la recta final de mi viaje desde esta hoy gris Asunción, punto de partida para el todavía largo recorrido que he de realizar hasta alcanzar la frontera con Brasil, el que será último país de mi periplo.



Y nada bueno leo sobre este nuevo paso fronterizo. Ciudad del Este suena a película de otro tiempo, a leyes no escritas más que en los cañones de unas pistolas que no están sólo en mi imaginación, y a contrabando de cualquier cosa que encontrase comprador. Y algo así parece ser y me tiene preparado casi para lo peor, el
Ciudad del Este, desde un autobús local
autobús más largo de lo que esperaba me deja en la noche ya cerrada de esta temida ciudad, y opto por renunciar a mi plan original, el cruce del puente podrá esperar, y busco refugio en un albergue que es castillo amurallado.

La mañana siempre es otra cosa, y con algo de más tranquilidad ahora sí me acerco a la frontera y contemplo el maremagnum de centros comerciales, tiendas y ambulantes, paraíso andorrano de mercancías bien dispares que no quiero ni oír ofrecer, me lanzo al puente tras el sello a cruzar una vez más este río de la vida hacia tierra brasileña, que sigue siendo guaraní.
El temor y el contrabando que se quedan a mi espalda y empieza ahora el portugués, ese que ya escuché en voces encontradas durante mi largo recorrido y que espero volver a ver, mientras acelero el paso hacia las cascadas que tanta fama atesoran.
Puente de la Amistad, frontera Paraguay-Brasil
Y de nuevo esa sensación, de naturaleza corrompida, que tanto me cansó en la vieja China, pero hoy no queda nada por descubrir, y aquella escena de La Misión es hoy taquilla de Disney World, un shuttle bus en brasileño y un mapita en color acercan a una atracción que jamás será domada.


El impacto no puede ser mayor, es agua y es naturaleza, casi sin tocar, y un torbellino de emociones que
Cataratas de Iguazú desde el lado brasileño
recorren todo mi cuerpo. El cielo gris que mistifica y lo hace casi irreal, y ahíto, sin palabra, no puedo dejar de mirar, si Dios se hiciera agua se llamaría Iguazú, Agua Grande y cómo no, no pudiera haber otro nombre mejor.

Un corto pero largo camino con vistas de impresión me llevan desde la altura hasta el principio de todo lo que es hoy, caída y extensión. Una torre en su final que pretende dominar el agua en su salto, ofreciendo una atalaya inmóvil y temerosa, protegiendo en su base una valiente pasarela que se interna en las fauces del dragón que no la traga por desinterés, de nuevo el hombre jugando a ser mayor, sin entender el tamaño de su pequeñez.

Pasarela sobre una de las cascadas, lado brasileño
Tres ciudades en torno a este mar, que se hizo río por casualidad. Dejé la paraguaya y hoy estoy en Foz, nombre brasilero para este mordisco en la selva que asienta al hombre y hace caja, y mañana seré en la otra Iguazú, la que luce bandera argentina.
Coatí
Fronteras igual de absurdas y un mismo parque nacional, siempre una taquilla y ahora un coatí en recepción, ya los vi ayer pero aquí se sienten dueños y en expansión, el terreno es más propicio y aunque no les pregunté, quizá hasta vosean.

Otro caminito atravesando la espesura y de nuevo las cascadas que hacen acto de aparición, aquí con más detalle y menos extensión, creí entrar en el camerino de estas actrices de excepción contemplando tan de cerca su guardada intimidad.
Cascadas en el lado argentino
Los batallones de turistas que no cesan de retratar, pero ni así aún se desluce la puesta en escena de esta obra sin final. Tres actos dispuestos en tres niveles hasta alcanzar 
por fin  lo que dieron en llamar la Garganta del Diablo, toponimia sulfurosa repetida siempre que la vista sea atroz, da igual que punto del orbe.
Entre medias aún más selva, que aquí es mucho más cercana, monos sin diplomacia buscando su ración, y esas aves del paraíso que contrapuntean a lucifer y elevan al Cielo este paraíso.

Unos restos de pasarela que cuentan la historia de un enfado que debió ser descomunal, y otra nueva y alargada que se posa en el ombligo de este agujero, capricho natural, remojón de agua eterna para el que ose aproximar la mirada a su final.

Me apoyo en la barandilla y me dejo naufragar en este agua que no cesa y que explica una vez más, lo que somos y lo que no, uniendo la visión de los que por aquí pasaron y los que vendrán.

Cataratas desde el lado argentino
Y será todo igual, o al menos parecido, eterna agua que ha de correr.













Garganta del Diablo

domingo, 28 de agosto de 2016

XLVI. Tereré

Tanto la misión jesuítica de San Ignacio Miní en la provincia de Corrientes de Argentina, como la región selvátiva y guaraní en la que se asentó, me han generado un gran interés por la zona y por la historia de estas misiones, y según me cuentan al otro lado del Paraná, en la orilla paraguaya, quedan otro buen número de las mismas en buen o incluso mejor estado de conservación, así que pese a estar ya en la definitiva cuenta atrás de mi viaje, decido cruzar el río e introducirme en Paraguay, creo que valdrá la pena.



Y para cruzar el Paraná la mejor y casi única opción desde donde me encuentro supone desandar mis pasos hasta la ciudad fronteriza de Posadas, largo puente de unión que cruzo en autobús hasta la vecina Encarnación, y ya estamos en Paraguay, la frontera podría ser cualquier otra de tantas que rebasé, idas y venidas y una barrera que aquí no es tal, el Mercosul abre unas puertas invisibles salvo para unos cuantos entre los que estoy.
Calculo a ojo donde apearme de este autobús local e internacional, curiosa paradoja cargada de argentinos ¡que vienen a comer! y se marchan tras el café, y es que la inflación les empujó a saltar ríos que no son de plata. El sol que marcha tranquilo y Encarnación pasea elegante con la luz de atardecer, las tornas se
Misión de la Santísima Trinida del Paraná
cambiaron y la hermana pobre se hizo rica. El ambiente se relaja y ya no huele a inseguridad, disfruto de nuevo al pasear sin usar el periscopio.

Pero en la mañana y en la estación veo las cosas de otra manera, comprendo ahora sí una realidad depauperada que conserva todavía el mercadeo ambulante de los lugares sin consolidar, primera prohibición del mundo del capital. Y allí cojo el autobús que me deja en Trinidad, Santísima del Paraná, otra nueva misión tan escondida como las que ya vi. Una plantilla similar y algo más de imaginación para asociar las ruinas a una idea genial en su concepción, y que dejó estas piedras como testigo de lo que fue. Enorme iglesia roja, abierta 
Iglesia de la Santísima Trinidad
hasta el cielo, y esos músicos en miniatura, tan lejos de Santiago, pero herederos del Camino. Joya del arteguaraní que ya era otra cosa y que todavía se puede sentir acercando el oído.
Y no muy lejos Jesús, éste de Tavaragüé, iglesia sin acabar porque Carolo no aguantó más, y casi enfrente una portería con guardameta improvisado que me despide a Encarnación con la tierra roja en mis zapatos. 

¿Y qué hago ahora? ¿Regreso a Argentina y ya para Brasil? Algo me dice que no, que he de profundizar en esta tierra con tanto por descubrir aunque mi tiempo sea ya escaso. San Cosme y Damián, algo más al oeste, por qué no ir a esta última misión que hoy tornó en pueblo siempre a la orilla del Paraná, me 
Reloj de sol en la misión de San Cosme y Damián
recomienda el francés, y le voy a dar la razón. Pero ahora somos tres, cuando ya quedó muy atrás en elespacio el extremo oriente, aparece de nuevo en mi viaje con este par de coreanos de poco español y mucho en arrojo. Unos meses adelante y las tornas se cambiaron, soy yo ahora el nativo hablante y el que hace de traductor.
Y San Cosme es hoy fiesta, ¿por qué tanto algarabío? Visitamos la iglesia con un ojo hacia la plaza mientras el sol se pone en el reloj que detuvo el tiempo aquí ya para siempre, las estrellas se alinearon para aquel jesuita cargado de catalejo que adelantó la hora de su era.

Monumento al padre Buenavetura, San Cosme y Damián
Pero son flores y son niñas, cargadas de colores, y de una vida que respira plenitud, naturaleza y sencillez, y cuando queremos darnos cuenta somos parte de esta fiesta en la que lo de menos es por qué y lo de más es esta lección que los ricos aprendemos. Sin solución de continuidad, primero un grupo y luego otro, bailes de
un folklore que resulta universal, idas y venidas agitando los corazones de la concurrencia que nos acoge como unos más. Ahora aquella chica que entona con la guitarra por su querido Paraguay, y en el suelo y en derredor todo el pueblo que la admira y nosotros que aún más, voz desgarradora que penetra el alma sin preguntar. Los agasajos que no paran, que si una chipá que si un poco de tereré, y ¡eres español! Pues te vienes a mi casa que somos ramas de una misma raíz. Y todo por la ambulancia, la que el pueblo ansía con necesidad, buscando fondos para una vida, algo más digna que la de ayer, y me siento casi avergonzado por lo poco que nunca valoré algo que ya vino de la mano de mi cuna y mi ciudad.

Cae la noche en San Cosme y Damián y es un cielo todo estrellado, puntillismo natural que tanto maravillara al buen Buenaventura y que es imposible no mirar en este teatro natural con aroma de la selva y tremenda sonoridad. Es momento de compartir, y empiezan las batallas, que con Ro y Pino ya son de hermanos, de la hermandad que une al viajero, al que lo es de corazón, como me explica mi ya buen amigo. Tú llevas eso que yo también, cuando fui de Londres a Seúl y entendí cuál era mi pasión, y otro mucho de la vida, y yo que nunca pensé en llegar aquí ni fui consciente de todo el kilometraje siento lo que me cuenta como algo personal con lo que ya nada será igual.


Y hasta Asunción que voy a llegar, empujado por el instinto, no hay tiempo para seguir pero al menos avistar lo que es el centro gravitacional de un universo tan poco conocido. El aroma ya es de ciudad pero el sentir sigue siendo igual, locura por el balón y es que hoy es un domingo, y en la Catedral confirmación de juventud y de futuro, la de este bello país donde nadie es forastero y que merece mucho más de lo que hoy t
Palacio de los López o del Gobierno, Asunción
odavía no es, según me cuentan en la distancia. Las calles de Asunción cargadas de murales, coloresguaraníes y un algo de rebeldía ante el gris de la ciudad, que se hace rosa en el palacio y de noche aún más. 

Y me paro en el relieve, historiando un encuentro no tan oscuro como algunos nos contaron, y es que la historia es para los vivos y para los muertos fantasía, tantas veces reinventada por negras manos sin inocencia, el guaraní es realidad y es testigo de un pasado que sin él no sería hoy, al igual que lo que vi y sentí en el corazón de esta buena gente de hoy que me lo abrió de par en par. Somos primos, somos hermanos, y que sea por siempre así, que viva Paraguay, qué bonito fue encontrarte.

Monumento a Domingo Martínez de Irala


martes, 23 de agosto de 2016

XLV. Mauricio


Es noche cerrada y ya han dejado de sonar los tambores que temblaron durante toda la tarde al fondo de la calle. Noche fresca, pero agradable, y un sinfín de estrellas jalonando el cielo negro sobre el jardín, donde todavía se seca el mural que estuvo pintando Mauricio, y una charla, larga, reposada, obligada tras la cena, y que nos lleva de un lugar a otro de nuestra vida e imaginación, hasta donde yo no conozco pero él sí, y a veces yo sí pero no él. Y luego el silencio, y la paz, y el olor a jazmines y a incipiente primavera, tan cerca de la selva y de la historia, y de este encuentro de culturas con nombre guaraní. Noche, cerrada, y otro de esos momentos por los que cogí aquel día el tren, siento esa plenitud de estar donde debía y de vivir con intensidad, y quizá incluso entender algo más de todo este camino.


Con Río de Janeiro como destino definitivo, trazo un recorrido que me va a llevar a remontar el río Paraná, buscando las famosas cataratas de Iguazú y el paso hacia Brasil. Las distancias son largas, esto es América,
Río Paraná a su paso por Rosario
así que divido el trayecto en etapas razonables que me permitan entender lo que veo por el cristal del ómnibus, único medio de desplazamiento que usaré hasta alcanzar Río.
Y en Rosario la primera parada desde el viejo Buenos Aires, de nuevo la cuadrícula, orden cartesiano al que no logro acostumbrarme, y que aligera la personalidad de lo que entiendo de otra manera. Pero al fondo espera el río y el paisaje en cambio radical. Enorme Paraná que me introduce ahora sí lo que es América de verdad. Un carguero que lo surca según la tarde va cayendo, y el paseo inundado por una vida paseante
Monumento Nacional a la Bandera. Rosario
 que palpita en blanco y en azul, monumento a la bandera que se hace luz cuando ya es noche en la bahía. Un fuego eterno justo enfrente, y una nobleza de catedral, reflejada en el cristal y que alberga a Nuestra Señora, la que del Rosario hizo nombre y luego una ciudad.

¿Y si hacemos un arroz? Hay tomates, más verdura, y con un poco de carne y un poco de ilusión de aquí sale una cena de teniente coronel. Y le digo claro que sí, que salgo a comprar, yo de pinche y Mauricio el chef, y preparamos una velada al son nacional, la posada es ahora hogar, y en la tele un noticiero que debate las verdades y las que pudieron no ser tanto, un país que habla como pocos y que hoy hierve como el caldo. Pero Mauricio lo ve claro y con su voz bien agarrada me desgrana la realidad mientras corta la cebolla.

Y ahora llego a Paraná, y resulta que es domingo, y dónde compro la tarjeta con la que tomar el colectivo. No hay problema
Catedral de Paraná
dice Cristela, ésta corre de mi cuenta, otro ángel de la guarda que me topo en el camino, y ya no me caben en la maleta. Y Cristela que me guía por la que es ahora su ciudad, pequeña, tranquila y siempre a orillas del Paraná. Pero en Cristela hay un pasado que no puede olvidar, es Argentina y tiempos duros y una cárcel por hablar, y con más andado que horizonte veo en ella una herida que no es suya sino mundial. Poesía en su mirada y energía por gastar, que contagia las calles por las que vuelvo a caminar. Se acabaron ya las cuadras y encuentro una ciudad, coqueta y cuidada, orgullosa de verdad. Un parque descomunal en lo alto de la ribera, y de nuevo catedral en un blanco atrevido que hermosea su fachada irradiando con su luz.


Pero vuelvo otra vez al río y la tarde lo abarrota. Pescadores, caminantes, biciclistas, vendedores, esas señoras con sus leggins y las parejas entrelazadas, la corriente que no cesa, y la vida que tampoco.


Río Paraná en la ciudad del mismo nombre
Me gusta tu camiseta, le digo al hombre de barba. Una sincera risotada y una mirada de complicidad. Yo soy de Rosario pero me encanta el Atleti, esa fuerza, ese carácter, y que no importe siempre ganar. Es el equipo más canchero y con Simeone aún más. ¿Y adónde vas españolito? pues esto yo me lo conozco como la palma de la mano. Y Mauricio deja todo y me explica con vehemencia lo que Misiones esconde, un 
plano improvisado y discurso apasionado que me invita a conocer una tierra rica y desconocida.

Ruinas de San Ignacio Miní
Por fin llego a San Ignacio, Miní como apellido, un mosaico en el metro me la hizo buscar y conocer, y ahora ya estoy aquí, buscando esas ruinas que un día fueron jesuitas. Tierra roja y guaraní, y un espacio ganado a la selva que es dueña y madre por aquí. Y recorro esas ruinas, que son distintas a las demás. Leyenda negra que no es tal, y un pueblo salvaguardado por un milagro cultural, las Misiones jesuíticas hoy en
Museo de San Ignacio Miní
olvido mundial, donde el comunismo ya existió y no hubo ninguna imposición, sino una organización casi perfecta que salvó al guaraní, a la lengua y al que la hablaba, y sin ellos no habría hoy, bandeirantes casi eternos asolando siempre al débil, y el oboe de Gabriel resonando en la espesura.

Al día siguiente atravieso San Ignacio, selva y un camino que no termina hasta el Paraná, siempre el Paraná, Paraguay del otro lado y una brisa y temperatura que me hacen detenerme y contemplar, 
 lapachos floreciendo, los buitres en lo alto, libertad en el ambiente y paraíso terrenal. Es tarde y vuelvo al hostal, pero Mauricio ya no está. Así lo intuía yo y así tenía que ser él, en la noche ya me anticipó que era tiempo de partir, y en la nevera aún los restos de esa cena que no olvidaré. Vagamundos con hatillo que un día rompió con la totalidad, pájaro libre

y generoso que no encaja en la ciudad, ni siquiera en la modernidad, y hoy transita por el mundo aferrado a su botella, y es que no hay alma sin su cruz. Conocí a un hombre y un ejemplo, invisible a la sociedad, de la nada que tenía me dio su todo sin preguntar, un arroz y humanidad, quién el rico y quién el pobre, en la calle y en mi ciudad, tantos otros que no vemos, que no queremos ni mirar, historias diferentes que nunca osaremos entender por si son ellos los que tienen la razón.


Que te vaya bonito mi buen amigo, me enseñaste una lección que espero nunca olvidar, ojalá que nuestros caminos se vuelvan a cruzar.

San Ignacio




jueves, 18 de agosto de 2016

XLIV. En la Boca del lobo

Noticias no demasiado halgüeñas que me llegan desde Madrid hacen que piense ya en el retorno, algo que durante mucho tiempo me pareció realmente lejano. Me encuentro en las antípodas, quizá no sólo físicamente, y decido volver, sí, pero siguiendo el rumbo que marqué desde un principio y sin mirar atrás, así que desde la lejana Nueva Zelanda volaré a América del Sur, que se convertirá en el último gran destino en mi viaje. El buscador de vuelos hace el resto y me señala Buenos Aires y Río de Janeiro como puertos de entrada y de salida más interesantes para el bolsillo, y puesto que dispongo todavía de casi tres semanas, el camino se perfila por sí mismo, rumbo este hasta el final.




Un inmenso Pacífico de tan sólo ocho horas separa Auckland de Buenos Aires, y el finger del avión me conduce al reencuentro de una lengua que es la mía, extraña sensación llegando por los oídos que no quieren obedecer, y se olvidan de la mochila para escuchar un paisaje sonoro comprensible tanto tiempo después. Pero no siento tanta alegría como cabía esperar, la lanzadera a la ciudad termina por transportarme a la que
Edificio del Congreso 
fuera siempre la mía, y sueño con un final de un viaje que es el sueño, y casi que quiero huir, a donde no entendía ni el por qué de las palabras. Hace frío y es de noche, y en metro me dirijo hasta un Mayo desconocido, que sin embargo siento como mío, ¿no son éstas las aceras que desde niño yo pisé?

Pero he recuperado la sensación de libertad, de viajero con alas aún con fecha de caducidad, así que volaré todo lo alto que pueda, desde esta misma mañana. Sol de invierno y cielo azul que me llevan hasta el Parlamento, en una cuadrícula sin fin que nació para orientar y me produce lo contrario. Gris añejo en las calles y ese sabor novecentista con elegancia trasnochada, fotografía de una Europa que hoy en día ya no está. Un ejército de palomas al son del viandante, y otro casi tan numeroso de almas sin ocupación, campamentos en las plazas y muros con pintadas, algo no va bien y hasta un ciego lo vería.

Teatro Colón
Tuerzo la calle y un escaparate, que me obliga a parar. Una tienda enrejada que atesora un pasado, de Argentina y de otro mundo, cuando no era globalizado. Un largo pasillo atiborrado de mil cosas, de juguetes y banderines, camisetas y fotografías, y esa colección de cromos de cartón, caricaturas de futbolistas que un
día fueron de niños y ahora son nostalgia para abuelos, y entre tantísimos cachivaches hallo un espejo, y me veo reflejado en un cuaderno que se titula México 86, rodeado de juguetes que pudieron ser los míos, y de una y mil infancias que sin saberlo fueron las mismas aún tan lejos en distancia.

Un poco más allá y es el Teatro Colón, templo anaranjado de una cultura con arraigo, que siento italiana mucho más que española cuando me paro a mirar el menú en las esquinas. Pero el Colón es argentino, y sus paredes son fuera de banda para un balón que marcó gol a Borges que mira de reojo el partido desde su atalaya de cartel.
Escaparate de Buenos Aires
Es momento para encontrar los pilares de esta tierra, que asoman por todos lados. 9 de julio espina dorsal y el Obelisco buscando el sol que yace en la bandera, mientras el micrófono de Evita enmudeció ante otro paisano, que vestido de blanco le quita protagonismo con un mensaje bien distinto.
Y de algo así me habla Luis, otro encuentro de posada, universidad de la vida, huyendo del agujero que se abrió en su Caracas, ahora busca nueva vida en estos pares boanarenses, que aquí también hay refugiados sólo por pensar distinto.

Con el orgullo bien henchido, almuerzo con un Gasol no tan lejos de aquí, me asomó al atardecer de la Casa Rosada, y lo que era un aviso aquí es una constatación, zarzuela de protestas y campamento de excepción. Pañuelos y banderas, y una total reivindicación, que sería del país si no hubiera de qué protestar, es lo que siento al mirar, pero esto viene de más atrás y parece sin final.

Plaza de Mayo

Barrio de la Boca
Pero es tiempo de llegar al ombligo de la ciudad, al origen y al final de una cultura tan personal. Tomo un colectivo casi al azar, y empieza la bajada a los infiernos de la Boca, del lobo de ese barrio que deja pequeño al Bronx. Una sinfonía de color, trasfondo de chapa y de metal, una pareja para el tango y un Caminito casi de Oz, en lo que pudiera ser bien un safari. Policía armada hasta los dientes y un aroma de inseguridad, no se salga usted de la raya y me pase a otra dimensión que estos colores no son de Disney World.
Barrio de la Boca

Es el tango y es la Bocana de un puerto que vio llegar a ese barco de Escandinavia, que fue sueco y azul y amarillo, y ya no hubo más que hablar, se acabó la discusión y empezó aquella otra historia que hoy tiñe el corazón de una buena parte del país. Calles estrechas y empobrecidas que terminan en una Bombonera, y
Barrio de la Boca
un sinfín de Maradonas jalonando las paredes.

El balón es crucifijo y el arco el altar, opio de un pueblo que enfervoriza y enferma de la visión, alimento para unos y manivela para otros, con la que accionan un telón que esconde las miserias.
Pero Buenos Aires es pasión e historia de supervivencia, italianos y españoles, gringos y morochos, bailando todos con balón lo que Gardel entona cada mañana, y poco importa lo demás, una copa de vino y el sonido del bandoneón, ahora entiendo dónde estoy.

Mural en un calle del Barrio de la Boca

viernes, 12 de agosto de 2016

XLIII. Kiwi

El viaje por el interior de Nueva Zelanda continúa. Alcanzado el extremo suroeste de la isla norte con la península y volcán de Taranaki, nos disponemos a tomar ahora la Forgotten World Highway para dirigirnos hacia el corazón de fuego de la isla, en plena franja volcánica, y continuar en próximas jornadas hasta la costa este desde donde ya pondremos rumbo de vuelta a Auckland. Si todo va bien y el tiempo acompaña puede que yo todavía extienda este periplo ya en solitario por el norte de la isla antes de terminar mis días en la tierra kiwi.



La noche ha sido gélida y al abrir el portón trasero de la furgoneta descubro un manto de hierba pálida, blanca y atiesada por el frío que espera la inminente salida de un sol cohibido por el invierno austral que ahora ya sí sentimos, lejos de la atemperada Auckland. Pero la temperatura debe seguir descendiendo en nuestro camino hacia el interior de la isla, aún mucho menos agreste que su pariente sur, habrá que planificar cuidadosamente los lugares de pernocta de aquí en adelante, nuestra casa de caracol no entiende de rigores invernales.

Forgotten World Highway
Y dejamos el Stratford shakespiriano para buscar ahora un far west, mitos de contraste en distancia no abundante que sin embargo crece con el tiempo y el espacio de esta carretera, perdida y olvidada. Curvas y recurvas que introducen un paraje tan sólo y tan hermoso, moldeado por una tierra antaño negra y hoy verde aceituna, restos de volcán y terremotos que perfilan un rizado permanente. Con el Taranaki a nuestra espalda ya asoma el Tongariro, leyenda maorí donde al amor se hizo lava, fuego y ceniza, pero la carretera dobla otra vez y aparece un poblado que ¡por días fue república! Hoy la historia ya es turismo y queda en una broma, que a eso suenan siempre los delirios de grandeza independiente en cualquier latitud, el mundo gira hoy en otra dirección. Un saloon y una posta y un salto al vacío, mientras ese perro aburrido se hizo sheriff sin estrella.

Whangamomona
Más kilómetros y nueva escena, ahora tropical, y es que el paisaje no quiere ser aquí rutina. Bosques con helechos, frondosos y regados, y esa sensación, de mundo olvidado, sólo falta el dinosaurio para completar el cuadro. Cemento que ahora es gravilla y tumba blanca de colono en mitad de la maleza.


Forgotten World Highway
La carretera que no acaba y que gana la partida, llega el sol de tarde y de nuevo esa luz, cálida y de estudio, la sigo viendo distinta. Momento de parar, sentir y respirar. Pradera verde con el río y Sofía al caminar, rubio amarillo y sonrisa de novedad, trotes y brincos incontenidos en alegría desbordante, el invierno vencido por la primavera.

Y hoy va ir de unos volcanes, y de un enorme cinturón, que por aquí también tiene agujeros, y de estupenda dimensión. Ahora sí es Nueva Zelanda, la que esperaba desde el avión, esos conos en su mitad, trasfondo peliculero, entonces negros ahora blancos. El Tongariro es otra cosa, unas montañas de repente, en zona casi pelada. Con silla de montar
Tongariro National Park
menudos y un algo de arrojo, afrontamos el camino que se acerca a una ladera. Sofía no lo ve claro embutida en su grupa y yo casi que tampoco abriendo el paso como puedo, alfombra toda de nieve y acabado de tobogán con el firme bien helado. Pero su madre se maneja y avanzamos con cuidado, pisando ahora aquí y luego más allá, salvamos las pendientes y alcanzamos el objetivo, agujero blanco de agua limpia, un grito natural con sonido de cascada.


Tongariro National Park

Lago Taupo
De aquí en adelante ya todo será humo. Caldera disfrazada por el lago Taupo, tremendo amanecer, que esconde un volcán que no cabe en su guarida, por su olor lo conocemos, bien podría estar aquí la puerta del infierno. Los ríos se tornan blancos y amarillo sulfuroso, charcas en ebullición y las ramas petrificadas queme evocan una Pompeya que llegó aquí antes que el hombre. Pero éste ya está aquí, y en el agujero vio negocio, burbujas de dinero en un paraje desolador, el azufre resulta que atrae y las vallas en derredor. Mientras los cráteres palpitan y compiten entre sí a hacer anillos de humo, espero estar bien lejos cuando se acabe la partida y empiece lo de verdad.

Lago volcánico, Waikato
Y haciendo el camino costeamos hasta el final, una montaña y un faro nos señalan la vuelta atrás en Manganui, tomamos rumbo norte ya hacia la ciudad. No estoy aún satisfecho, así que yo sigo un poco más, me queda mucho por descubrir de este fantástico lugar. Proa hacia una Bahía, que fuera la inicial, en
Paihia, Bay of Islands
Waitangi se firmó el acta fundacional. Y cuando llego es la hora del baño, del sol de atardecer, que dora una por una las islas de la bahía, si antes todo fuera hermoso ahora no lo puede ser más. ¿Bay of Islands paraíso? y si no bien lo parece. Con acento argentino como el resto de la isla, trabajo de importación y vacación en mismo pack, se expresa esta Paihia que celebra conocerse con acordes en el mar. Es domingo y es el sol, y es un picnic en la playa, balón de rugby en la orilla y ver la vida pasar. Pero yo sigo mi camino buscando algo más, y encuentro un templo maorí, recuerdo de lo que fue y sigue siendo hoy, rostro de impresión no muy acogedor. Y luego el lago y la cascada, y un reflejo tan perfecto que parece irreal.

Pero no me quiero ir sin ver el otro lado, ferry cruzando a Russell y al fondo un mirador, donde se pierde la

mirada, en esta esquina de la isla que parece la del mundo, tan deshabitada. Y en lo alto la bandera, tintes
Paihia, Bay of Islands
heroicos hoy apagados, a la que subo pero me paro. ¿Qué asoma en la carretera? Una sombra ya casi en la noche y un objeto no identificado que se mueve en el silencio. Me hago estatua de sal y espero el momento, que llega al poco rato, buscando cena en la hierba se acerca a mí en su paseo y lo observo bien de cerca. Y aquí está el anfitrión, él único en verdad en estas islas afortunadas, tímido y pequeño, en su reino casi perdido, este pájaro sin alas porque nunca las necesitó, va y viene, viene y va, y yo que le contemplo en este instante de magia natural. Como apareció se desvanece y se lleva con él mi tiempo, el kiwi me despidió, hasta siempre Nueva Zelandia.





domingo, 7 de agosto de 2016

XLII. Tortilla austral

El avión desciende lentamente no lejos de la rompiente y entre una sucesión interminable de urbanizaciones costeras que a Malibú aún sin haberla pisado nunca, retina televisiva. Pero esto es Gold Coast, moderna ciudad vacacional en el extremo este de Australia y escala obligatoria en el largo vuelo desde Kuala Lumpur.
Un agradable sol primaveral en un cielo límpido y de intenso azul me recuerdan que he cruzado de hemisferio y también de estación, mientras bajo las escalerillas del avión y me dirijo a completar el absurdo circuito de salida y entrada al mismo avión con visita a la aduana australiana. Afortunadamente será un rápido trámite antes de embarcar nuevamente para poner, ahora ya sí, rumbo directo a mi próximo destino, Auckland, Nueva Zelanda.



Los principios fundacionales de mi viaje quedaron ya muy atrás, y aunque sigo rumbo este el avión y un nuevo salto de miles de kilómetros provocan una ruptura con aquel discurrir lento y progresivo, tierra y mar, que me hiciera cruzar no hace tanto, ¡y parece tan lejos! el continente europeo primero y asiático después.
Maorí pescando, puerto de Auckland
Lo que en cierto modo sentí en Malasia se cristaliza en una realidad, pesada, cuando alcanzo esta remota esquina del mundo, y es que mi viaje ya es otro muy distinto, vuelvo a un presente y modernidad de la que sentí perder el contacto aún sin querer. Me siento otra vez turista de ascensor, portador del virus de la globalización que acorta y destruye a lomos de un avión contaminante de cielos y culturas casi al mismo tiempo. Pero no queda otra opción, o tal vez sí, pero ya no para mí, que sigo anclado a un origen y realidad que ponen fecha de caducidad a un viaje tantas veces sueño de juventud. Y ahora hago una larga cola para superar la prueba de admisión para esta tierra singular, que no quiere otra sino la suya y revisa bolsas y zapatillas con celo y atención, como la que puse antes de llegar para limpiar los restos de mis suelas, la multa no es algo de bromear.



Auckland
Pero Nueva Zelanda son hoy unas islas más cercanas, y cambio mi mentalidad, una espera prolongada y una nueva sensación en este largo peregrinar, la mirada encontrada, la sonrisa conocida, un abrazo que es un ayer de un mismo pasado y una sangre en común  de ancestro balear. Sobrina y resobrina y un toledano singular, hombre de la casa en este encuentro familiar, tan lejos del hogar, y que difumina la distancia hasta hacerla desaperecer.

El verde es ya noche y no lo puedo apreciar, pero sí cuando el día reaparece y siento que ya estuve aquí, y que los ingleses importaron el sol y la llovizna, y este clima para germinar, es esta la Nueva o es más bien la antigua, el Endeavour supo arribar a unas costas conocidas.

La vida es de nuevo familiar, y es ahora cuando noto el cansancio de mis piernas, una cama y un hogar, ¡y una tortilla de patatas! hacen que mi latido trepidante adopte un ritmo ya pausado que encuentra aquí sí un reposo olvidado. Un ángel ilumina los días y las noches con su balbuceo incomprensible y sus ojos azul cielo, ella es ahora la vida y el sentido de nuestros pasos. Veo en ella la felicidad y el camino del sentido y un quizá debería haber sido y un no sé por qué como respuesta, que prefiero apartar y quedarme con su mirada, o más bien con la mía obnubilada con su alegría natural y tan contagiosa.

Puerto de Auckland
Auckland es cielo y mar, un azul incontestable y un tranquilo caminar. La luz es aquí otra y hasta el cristal se me hace hermoso. Muelle de veleros y gaviotas aletargadas que Sofía persigue al chapoteo de un reflejo, el agua la encandila y la atrapa sin remisión, mientras otro querubín surca un estanque para un Miguel Ángel pintor, aquí el frío aquí es subjetivo y la maternidad no temerosa.
El downtown copia y pega y el suburbio un tal para cual, american way of life en colonia desparramada de casas con jardín, cuatro ruedas vitales y un triunfo individual tan aburrido e innatural del que huí por tanto tiempo y ahora recuerdo el por qué.

Puerto de Auckland
Pero es tiempo de descubrir la realidad de una tierra afamada por su belleza natural. Cuatro ruedas, doble techo y un sentir de caracol para viajar con cama a cuestas y un sinfín de provisiones, la furgoneta es ahora transporte, casa y refugio para este recorrido colonial. El invierno y el calendario impiden el largo sur, nos

ceñiremos a un contorno de sobra hermoso y desconocido.


Enseguida una cascada, y un camino tropical, la vegetación todo lo inunda y empezamos a entender lo que es Nueva Zelanda, aún dominada por el hombre, naturaleza poderosa, una Escocia con volcanes y un pasado muy reciente que de repente se paró. Helechos arborescentes que son el rey de la verdura y un recuerdo en mi memoria, aroma de isla misteriosa que tan bien pude conocer en aquel océano no tan lejano.

Cascada de Bridal Veil
El camino se torna largo y complicado, asfalto a ratos tierra cuando no un humedal, las ruedas encallan pero sin llegar a naufragar y discurrimos hacia el sur entre costa y praderas hasta que aparece ese volcán. Dominio absoluto de esta esquina de la isla con pasado turbulento, hoy costa de surferos bajo una sombra poderosa que no deja de observar, el Taranaki imanta la mirada y eclipsa el horizonte. 
Rodeamos la península en torno a su eje natural, gigante hoy dormido que se viste ahora de blanco, elegancia y majuestosidad en cuyo lecho hoy descansaremos.




Volcán Taranaki