Visiones de un viaje sin destino ni final, rumbo Este tierra y mar, un mundo por conocer. Un buen día salí desde Madrid, y de momento sigo andando, hasta donde llegue...



domingo, 7 de agosto de 2016

XLII. Tortilla austral

El avión desciende lentamente no lejos de la rompiente y entre una sucesión interminable de urbanizaciones costeras que a Malibú aún sin haberla pisado nunca, retina televisiva. Pero esto es Gold Coast, moderna ciudad vacacional en el extremo este de Australia y escala obligatoria en el largo vuelo desde Kuala Lumpur.
Un agradable sol primaveral en un cielo límpido y de intenso azul me recuerdan que he cruzado de hemisferio y también de estación, mientras bajo las escalerillas del avión y me dirijo a completar el absurdo circuito de salida y entrada al mismo avión con visita a la aduana australiana. Afortunadamente será un rápido trámite antes de embarcar nuevamente para poner, ahora ya sí, rumbo directo a mi próximo destino, Auckland, Nueva Zelanda.



Los principios fundacionales de mi viaje quedaron ya muy atrás, y aunque sigo rumbo este el avión y un nuevo salto de miles de kilómetros provocan una ruptura con aquel discurrir lento y progresivo, tierra y mar, que me hiciera cruzar no hace tanto, ¡y parece tan lejos! el continente europeo primero y asiático después.
Maorí pescando, puerto de Auckland
Lo que en cierto modo sentí en Malasia se cristaliza en una realidad, pesada, cuando alcanzo esta remota esquina del mundo, y es que mi viaje ya es otro muy distinto, vuelvo a un presente y modernidad de la que sentí perder el contacto aún sin querer. Me siento otra vez turista de ascensor, portador del virus de la globalización que acorta y destruye a lomos de un avión contaminante de cielos y culturas casi al mismo tiempo. Pero no queda otra opción, o tal vez sí, pero ya no para mí, que sigo anclado a un origen y realidad que ponen fecha de caducidad a un viaje tantas veces sueño de juventud. Y ahora hago una larga cola para superar la prueba de admisión para esta tierra singular, que no quiere otra sino la suya y revisa bolsas y zapatillas con celo y atención, como la que puse antes de llegar para limpiar los restos de mis suelas, la multa no es algo de bromear.



Auckland
Pero Nueva Zelanda son hoy unas islas más cercanas, y cambio mi mentalidad, una espera prolongada y una nueva sensación en este largo peregrinar, la mirada encontrada, la sonrisa conocida, un abrazo que es un ayer de un mismo pasado y una sangre en común  de ancestro balear. Sobrina y resobrina y un toledano singular, hombre de la casa en este encuentro familiar, tan lejos del hogar, y que difumina la distancia hasta hacerla desaperecer.

El verde es ya noche y no lo puedo apreciar, pero sí cuando el día reaparece y siento que ya estuve aquí, y que los ingleses importaron el sol y la llovizna, y este clima para germinar, es esta la Nueva o es más bien la antigua, el Endeavour supo arribar a unas costas conocidas.

La vida es de nuevo familiar, y es ahora cuando noto el cansancio de mis piernas, una cama y un hogar, ¡y una tortilla de patatas! hacen que mi latido trepidante adopte un ritmo ya pausado que encuentra aquí sí un reposo olvidado. Un ángel ilumina los días y las noches con su balbuceo incomprensible y sus ojos azul cielo, ella es ahora la vida y el sentido de nuestros pasos. Veo en ella la felicidad y el camino del sentido y un quizá debería haber sido y un no sé por qué como respuesta, que prefiero apartar y quedarme con su mirada, o más bien con la mía obnubilada con su alegría natural y tan contagiosa.

Puerto de Auckland
Auckland es cielo y mar, un azul incontestable y un tranquilo caminar. La luz es aquí otra y hasta el cristal se me hace hermoso. Muelle de veleros y gaviotas aletargadas que Sofía persigue al chapoteo de un reflejo, el agua la encandila y la atrapa sin remisión, mientras otro querubín surca un estanque para un Miguel Ángel pintor, aquí el frío aquí es subjetivo y la maternidad no temerosa.
El downtown copia y pega y el suburbio un tal para cual, american way of life en colonia desparramada de casas con jardín, cuatro ruedas vitales y un triunfo individual tan aburrido e innatural del que huí por tanto tiempo y ahora recuerdo el por qué.

Puerto de Auckland
Pero es tiempo de descubrir la realidad de una tierra afamada por su belleza natural. Cuatro ruedas, doble techo y un sentir de caracol para viajar con cama a cuestas y un sinfín de provisiones, la furgoneta es ahora transporte, casa y refugio para este recorrido colonial. El invierno y el calendario impiden el largo sur, nos

ceñiremos a un contorno de sobra hermoso y desconocido.


Enseguida una cascada, y un camino tropical, la vegetación todo lo inunda y empezamos a entender lo que es Nueva Zelanda, aún dominada por el hombre, naturaleza poderosa, una Escocia con volcanes y un pasado muy reciente que de repente se paró. Helechos arborescentes que son el rey de la verdura y un recuerdo en mi memoria, aroma de isla misteriosa que tan bien pude conocer en aquel océano no tan lejano.

Cascada de Bridal Veil
El camino se torna largo y complicado, asfalto a ratos tierra cuando no un humedal, las ruedas encallan pero sin llegar a naufragar y discurrimos hacia el sur entre costa y praderas hasta que aparece ese volcán. Dominio absoluto de esta esquina de la isla con pasado turbulento, hoy costa de surferos bajo una sombra poderosa que no deja de observar, el Taranaki imanta la mirada y eclipsa el horizonte. 
Rodeamos la península en torno a su eje natural, gigante hoy dormido que se viste ahora de blanco, elegancia y majuestosidad en cuyo lecho hoy descansaremos.




Volcán Taranaki