Visiones de un viaje sin destino ni final, rumbo Este tierra y mar, un mundo por conocer. Un buen día salí desde Madrid, y de momento sigo andando, hasta donde llegue...



jueves, 18 de agosto de 2016

XLIV. En la Boca del lobo

Noticias no demasiado halgüeñas que me llegan desde Madrid hacen que piense ya en el retorno, algo que durante mucho tiempo me pareció realmente lejano. Me encuentro en las antípodas, quizá no sólo físicamente, y decido volver, sí, pero siguiendo el rumbo que marqué desde un principio y sin mirar atrás, así que desde la lejana Nueva Zelanda volaré a América del Sur, que se convertirá en el último gran destino en mi viaje. El buscador de vuelos hace el resto y me señala Buenos Aires y Río de Janeiro como puertos de entrada y de salida más interesantes para el bolsillo, y puesto que dispongo todavía de casi tres semanas, el camino se perfila por sí mismo, rumbo este hasta el final.




Un inmenso Pacífico de tan sólo ocho horas separa Auckland de Buenos Aires, y el finger del avión me conduce al reencuentro de una lengua que es la mía, extraña sensación llegando por los oídos que no quieren obedecer, y se olvidan de la mochila para escuchar un paisaje sonoro comprensible tanto tiempo después. Pero no siento tanta alegría como cabía esperar, la lanzadera a la ciudad termina por transportarme a la que
Edificio del Congreso 
fuera siempre la mía, y sueño con un final de un viaje que es el sueño, y casi que quiero huir, a donde no entendía ni el por qué de las palabras. Hace frío y es de noche, y en metro me dirijo hasta un Mayo desconocido, que sin embargo siento como mío, ¿no son éstas las aceras que desde niño yo pisé?

Pero he recuperado la sensación de libertad, de viajero con alas aún con fecha de caducidad, así que volaré todo lo alto que pueda, desde esta misma mañana. Sol de invierno y cielo azul que me llevan hasta el Parlamento, en una cuadrícula sin fin que nació para orientar y me produce lo contrario. Gris añejo en las calles y ese sabor novecentista con elegancia trasnochada, fotografía de una Europa que hoy en día ya no está. Un ejército de palomas al son del viandante, y otro casi tan numeroso de almas sin ocupación, campamentos en las plazas y muros con pintadas, algo no va bien y hasta un ciego lo vería.

Teatro Colón
Tuerzo la calle y un escaparate, que me obliga a parar. Una tienda enrejada que atesora un pasado, de Argentina y de otro mundo, cuando no era globalizado. Un largo pasillo atiborrado de mil cosas, de juguetes y banderines, camisetas y fotografías, y esa colección de cromos de cartón, caricaturas de futbolistas que un
día fueron de niños y ahora son nostalgia para abuelos, y entre tantísimos cachivaches hallo un espejo, y me veo reflejado en un cuaderno que se titula México 86, rodeado de juguetes que pudieron ser los míos, y de una y mil infancias que sin saberlo fueron las mismas aún tan lejos en distancia.

Un poco más allá y es el Teatro Colón, templo anaranjado de una cultura con arraigo, que siento italiana mucho más que española cuando me paro a mirar el menú en las esquinas. Pero el Colón es argentino, y sus paredes son fuera de banda para un balón que marcó gol a Borges que mira de reojo el partido desde su atalaya de cartel.
Escaparate de Buenos Aires
Es momento para encontrar los pilares de esta tierra, que asoman por todos lados. 9 de julio espina dorsal y el Obelisco buscando el sol que yace en la bandera, mientras el micrófono de Evita enmudeció ante otro paisano, que vestido de blanco le quita protagonismo con un mensaje bien distinto.
Y de algo así me habla Luis, otro encuentro de posada, universidad de la vida, huyendo del agujero que se abrió en su Caracas, ahora busca nueva vida en estos pares boanarenses, que aquí también hay refugiados sólo por pensar distinto.

Con el orgullo bien henchido, almuerzo con un Gasol no tan lejos de aquí, me asomó al atardecer de la Casa Rosada, y lo que era un aviso aquí es una constatación, zarzuela de protestas y campamento de excepción. Pañuelos y banderas, y una total reivindicación, que sería del país si no hubiera de qué protestar, es lo que siento al mirar, pero esto viene de más atrás y parece sin final.

Plaza de Mayo

Barrio de la Boca
Pero es tiempo de llegar al ombligo de la ciudad, al origen y al final de una cultura tan personal. Tomo un colectivo casi al azar, y empieza la bajada a los infiernos de la Boca, del lobo de ese barrio que deja pequeño al Bronx. Una sinfonía de color, trasfondo de chapa y de metal, una pareja para el tango y un Caminito casi de Oz, en lo que pudiera ser bien un safari. Policía armada hasta los dientes y un aroma de inseguridad, no se salga usted de la raya y me pase a otra dimensión que estos colores no son de Disney World.
Barrio de la Boca

Es el tango y es la Bocana de un puerto que vio llegar a ese barco de Escandinavia, que fue sueco y azul y amarillo, y ya no hubo más que hablar, se acabó la discusión y empezó aquella otra historia que hoy tiñe el corazón de una buena parte del país. Calles estrechas y empobrecidas que terminan en una Bombonera, y
Barrio de la Boca
un sinfín de Maradonas jalonando las paredes.

El balón es crucifijo y el arco el altar, opio de un pueblo que enfervoriza y enferma de la visión, alimento para unos y manivela para otros, con la que accionan un telón que esconde las miserias.
Pero Buenos Aires es pasión e historia de supervivencia, italianos y españoles, gringos y morochos, bailando todos con balón lo que Gardel entona cada mañana, y poco importa lo demás, una copa de vino y el sonido del bandoneón, ahora entiendo dónde estoy.

Mural en un calle del Barrio de la Boca